Difícil show para comentar el de Cabezones. Porque lo que habitualmente se ve en un concierto común y entra en un comentario posterior (llámese sonido, puesta, canciones, empatía con el público y demás) aquí queda atravesado por la delicada situación de César Andino.Sumado esto a la partida repentina de tres integrantes, con versiones varias según la campana que suene, la presentación de Cabezones era una incógnita. Digamos entonces, que a nivel sonoro la banda no se ha resentido como estructura, y que los nuevos integrantes (Leonardo Lacitra y Pablo Negro en guitarras; Matías Tarragona en bajo) cumplen con su labor. Aunque también hay que decir que en algunos pasajes del show lo que salía por las columnas de sonido era un tanto desparejo.
Dejando los aspectos técnicos de lado, y centrando ahora la mirada casi exclusivamente en César, no se puede dejar de lado su situación. Sentado en una silla de ruedas, cada verso que entona recobra un nuevo significado. Verlo cantar Mi Pequeña Infinidad con su hija sentada encima o dedicar con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada Pasajero en Extinción a Gabriel Ruiz Díaz conmueve, sí, y hasta resulta un esfuerzo admirable. Pero lo emotivo no quita lo real y lo cierto es que en más de una canción Andino entró directamente en otro tono, lo que lógicamente repercutió en el resultado final del tema. Si la emoción es la guía para comentar el show, nada es criticable porque todo queda tapado por los sentimientos. Pero no es justo que así sea.
En definitiva, Cabezones sigue siendo una banda poderosa en vivo, que cuenta con buenas canciones, y que se desenvuelve con eficiencia en el escenario, pero a la que difícilmente pueda separársela de los vaivenes que sufre su cantante. Y hasta que esa situación no se aclare, el futuro seguirá siendo una incógnita.
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